Llegué en punto a mi cita final, aunque a priori no lo sabía, lo intuía. Sí, y tú también. Decidido, con paso firme pero pulso temblante, decidí tocar la puerta a puño cerrado mientras un sonido sordo avisaba de mi llegada.
Abrió la puerta Alberto, uno de los nuestros. Tenía unos cincuenta años mal llevados, delatados por sus arrugas en la frente y patas de gallo. Aún así, conservaba ese atractivo que sólo el poder y el dinero podían compensar al otro lado del espejo. Lo saludé y me invitó a entrar. Dentro ya me esperaban los otros tres: César, José Luis y Fernando.
Era una casa a las afueras de la ciudad, cuyo acceso se realizaba por carretera secundaria. Sin levantar la más mínima sospecha y sin más testigo que el oscuro cielo contaminado (no estábamos lo suficientemente alejados de la ciudad), la casa se fue llenando poco a poco de huéspedes, como lo habíamos hecho meses atrás.
Me dirigí hacia el improvisado minibar para repostar antes del viaje. Vaso doble de Cardhu, que me tranquiliza este estómago cerrado en un nudo y no acepta otra cosa. Fernando, que era un prestigioso abogado de la ciudad, acababa su Gin tonic. Esto no sería irrelevante sino fuera porque significaba que, de un momento a otro, empezaríamos a divagar sobre música, política y filosofía, nuestro gran ritual para relajarnos ante tan tenso momento. Miraba sus profundos ojos verdes, como convenciéndome de que todo lo que decía fuera verdad. Maldito abogado, capaz de defender a Joachim Kroll y convencernos que el ser humano, al fin y al cabo, es un animal. Él se precipitó a la luz, pero para ver mejor, como buen lector de Nietzsche.
Sinceramente, no me acuerdo de lo que hablamos. Supongo que, por el orden de cómo solían suceder nuestras conversaciones, empezaríamos hablando sobre el concierto de Eldar, del estatuto de autonomía y de sexo. Sí, porque el sexo también es filosofía. Tras estos preliminares, nos dirigimos al salón contiguo.
Era una habitación húmeda, de paredes blancas y goteras, con una única bombilla desnuda colgando del techo. Los pasos retumbaban al entrar. En el centro, una mesa circular con un tapete verde.
Una vez estuvimos todos dentro de la habitación, Alberto cerró la puerta con llave. Y nos sentamos en nuestras cinco sillas. Era una escena patética, todos vestidos con nuestros mejores trajes, impolutos de negro y charol, en un cuartucho impropio de tan nobles ocupantes. Y una Smith&Wesson del especial, con tambor de cinco balas o cinco huecos, o una bala y cuatro huecos.
No os contaré las razones que me llevaron a hacer esto, pero me aposté lo poco que me quedaba, el coche y mi Nikon F de 1959, mi más preciada joya, que no merecía estar involucrada en tan turbio asunto pese a las horrorosas imágenes que había presenciado en su larga vida. Los demás hicieron sus apuestas. El más antiguo, Alberto, introdujo la bala de 9 mm en el tambor y lo hizo girar, con ese sonido tan característico. Geométricamente bello, pero escalofriante. Se detuvo y comenzamos por orden de antigüedad en el club.
Primero fue su socio fundador, Fernando. El joven abogado agarró con fuerza el arma y lo apretó contra su sien. Pese a haberlo hecho con anterioridad muchas otras veces, siempre le producía el mismo hormigueo. Sentía su corazón a través de la pistola. El frío acero conducía las vibraciones, de un punto a otro, cerrando un ciclo. Mientras cerraba los ojos fue deslizando el dedo índice de su mano izquierda sobre el gatillo y, aparentemente sin pensarlo, apretó con fuerza el gatillo. Clic, sonó. Sintió toda la presión bajar hasta sus pies y proyectarse en el techo por la fuerza. Eso era adrenalina, la droga que no podía conseguir ni del mejor camello de la ciudad, del que era cliente. No perdió nada, ni la vida ni su apuesta. Ahora se frotaba las manos pensando en la parte que le correspondería, aunque eso era lo de menos ya. Todavía, bajo el efecto de la adrenalina, me miró a los ojos, otra vez.
Le pasó la pistola a José Luis y éste la secó de sudor. José Luis, importante empresario dedicado al sector de la electrónica, era un hombre delgado y refinado. Tenía una voz profunda y seca, que le dotaba de una seguridad pasmosa. Pero eso no servía para nada en una situación como esta y eso le gustaba. Así que, imitando a Fernando, cogió el arma, pero con parsimonia, apretó el cañón contra su cabeza. Uno, dos y clic. José Luis, brillante como era, siempre creyó en las estadísticas, esas que hicieron levantar su imperio. Está vez jugaba con un fuerte ochenta por ciento y ganó.
El ganador me entregó el arma. Era la primera vez que lo hacía y extrañé su tacto. Esa rugosidad de la empuñadura hacía pasar desapercibido el frío metal. Me latía fuertemente el corazón e intentaba calmarme sin éxito. Ahora que lo pienso, quizás esa sea la razón por la que llegué a esta habitación, éxito. Los últimos años había conseguido todo lo que había querido, o había querido creer. Eliminé las barreras, solté el lastre de las personas que me querían y fui solo al extranjero con la idea de hacer dinero. Tuve suerte y conseguí lo que me propuse, como siempre. Pero, lejos de ponerme sentimental, aquello no fue más que un espejismo de lo que creía querer. Me di cuenta de que solo me fui y solo regresé. Con dinero, pero nadie esperando en el aeropuerto de esta maldita ciudad. Lo invertí en todo menos en mí mismo y cuando quise darme cuenta me estaba pareciendo a aquellas miradas perdidas, nobles miradas perdidas, pero perdidas a fin de cuentas. Y yo, que quise ser alguien especial, me convertí en un vulgar rico al que no le importaba el valor de su Nikon, quizás por eso la apostaba.
Empuñé la Smith&Wesson apretando levemente mi sien. Mano izquierda sujetando el arma y mano derecha cerrada en puño para templar los nervios. No me sentía extraño, como decía, porque esto tampoco era algo antinatural. Desde que nacemos estamos expuesto al azar, que puede ser bastante cruel, y sin embargo seguimos saliendo a la calle para hacer nuestra vida. Recordé una conversación que tuve alguna vez con este amigo. Hablábamos sobre el riesgo, y llegué a una frase que resumía lo que pensaba: el riesgo es vivir.
De repente mis dedos no pesaban y me di cuenta que entraban en movimiento, como sin querer, estaba apretando el gatillo. A una velocidad bestial avanzaba el dedo y el martillo percutor comenzaba a moverse en dirección contraria, hasta llegar al final de la carrera. Clic.